
VI
Al terminar la misa, desde San Francisco, pasando por Altagracia, en romería, nos íbamos Puerto Sucre.
Marchábamos formando grupos. Porque era una jornada que como ya dijimos preparada de manera casi espontánea pero ordenada. Cada quien andaba en donde y con quienes le correspondía. Un lote lo integraban, como el mío, amigos de distinta procedencia. Compañeros de estudio que compartíamos la práctica deportiva y hasta formábamos en los mismos equipos. De otros institutos o trabajadores, de aquellos que no tuvieron la paciencia para seguir en la escuela, pero ligados a los primeros por otras cosas, como el deporte o el participar en las mismas tertulias de cada noche en las plazas bajo la luz mortecina de los faroles.
No obstante, casi todos quienes en aquellas marchas íbamos, nos conocíamos; éramos amigos y paisanos. Todo eso era suficiente para que fuésemos solidarios y pudiésemos compartir aquellas jornadas fraternales.
Cada noche, durante la realización de las misas, nos reuníamos como de costumbre desde años atrás, cuando comenzamos a sentirnos independientes, a hacer los preparar, lo que nosotros llamábamos “ir a la misa”. Porque a decir verdad, casi ninguno de nosotros entraba al templo, a menos que lo hiciésemos para corroborar alguna presencia que nos interesaba.
Luego, tempranamente, a acostarnos para no quedarnos dormidos. Casi todos procedíamos de la misma forma. Cerca de la cama arrimábamos una silla sobre la cual colocábamos todo lo necesario para vestirnos. Era la forma adecuada para no encender luz que perturbase a los demás y vestirnos con la mayor prontitud. Era como imperativo llegar muy temprano, antes que se iniciase la misa, pese a que, en sí, ésta a uno poco o nada interesaba.
Generalmente tendíamos a agruparnos por sexo. Adelante caminaban las muchachas, lindas, alegres y coquetas.
Detrás los muchachos, mayormente tímidos y sobre todo respetuosos. De repente, de algún grupo, salían disparados cascarones. Estos, al reventar sobre los vestidos amplios de las muchachas o en el suelo, cercano a ellas, para que apenas fuesen salpicadas, no causaban ningún daño. Se daba inicio a un disimulado intercambio, de varones a hembras y viceversa, sin detener la marcha. Las risas juveniles y hasta de adultos, acompañaban la marcha y el intercambio de los cascarones.
Era como mal visto que un joven lanzase un cascarón a otro. No era lo habitual y muy pocos se exponían a que mal se les juzgase.
Lanzando cascarones, cohetes que reventaban en el espacio aéreo de la calle larga, lanzando alegres risotadas, llegábamos al fin al puerto, donde se terminaba la marcha.
Abriendo la caminata iban los músicos. Los mismos de la retreta de noches de domingo y días de fiesta. Más atrás, mezclados entre los caminantes, los aguinalderos, con su cuatro, bandolín, maracas, hacían que todos cantásemos y abundantemente los cohetes reventaban en el cielo.
Desde que arrancaba la marcha las botellas de ponsiguè, prodigioso brebaje, que en el grupo nuestro preparaba Noel, iban de mano en mano hasta agotarse.
Ahora, más o menos dispersos, manteniendo sólo la unidad del grupo de amigos íntimos, siempre más pequeño que aquel que salió de San Francisco o Altagracia, iniciábamos el retorno hasta el mercado.
Al día siguiente, hasta el amanecer del veinticuatro, se repetiría aquella caminata.
VII
Repartiendo el producto del trabajo.
Dos para mí, dos para él, dos para el tren, dos para el bote, uno para ti. Volvamos a empezar. Y estos para el mar.
Llegó la hora de la repartición. La pesca es buena. Aunque hay varias peces que todavía no han alcanzado el tamaño apetecible y es posible y necesario dejarles que lo alcancen. Al final de la jornada, todos éstos volverán al mar. Era la ley natural a la que aquella humilde gente se amoldaba. No había excusa ni motivo para violarla o proceder de otra manera.
El patrón y algunos pescadores se acuclillaban al lado del promontorio formado por la pesca. Lo primero que hacían era seleccionar aquellas especies que volverían al mar y las iban lanzando con delicadeza. Luego clasificaban la pesca atendiendo al tamaño y especies. Los corocoros de un lado, catalanas en otro, cojinúas en este sitio. Los grandes aquí, los medianos allá y pequeños en este sitio.
Comenzaba el reparto del trabajo, sin explicación alguna, pues lo harían como los ancestros. La regla era por todos conocida y acatada. No obstante, para quienes estos lean, habremos de explicarla, en ayuda del patrón.
Tres para mí, como patrón y propietario de bote. Tres para cada uno de mis compañeros, por su trabajo previo, el posterior, cuando ustedes se hallan ido y sus botes. Uno más a cada uno de nosotros, por el tren. Uno a cada uno de ustedes por el trabajo de jalar la red hasta la orilla y ayudar a recalar los botes. Así se repartía hasta que el promontorio de peces se agotaba. Mientras se iba repartiendo, otras veces, quienes de aquello se encargaban, regresaban al mar lo que fuese necesario y hasta obligatorio.
Al final, su hermano y él, regresaban al barrio con una inmensa guinda de pescado cada uno. Lo que uno sólo de ellos había recibido, en aquella generosa repartición, sobraba para la comida de la casa. Pues al día siguiente, a las diez volverían de nuevo a la faena. En su casa y en ninguna del barrio había nevera. Por eso, entraban a diferentes casas cada día y dejaban parte del pescado. Aquel gesto, que hacían otros muchachos, no era en vano, siempre se recompensaba. Así era aquella gente. Había un permanente intercambio:
Nadie conservaba para sí lo que le sobraba y faltaba a otro.
Repartir el producto del trabajo con aquel criterio era demasiado generoso; distinto al proceder impuesto por los valores civilizado de ahora; aquella conducta valoraba el trabajo y que el mar, para decirlo recordando a Ciro Alegría, “es ancho y ajeno”.
Eso que ahora suelen llamar progreso pareciera egoísta y hasta poco civilizado.
VIII
El arribo al mercado.
Muchos grupos, cada uno por su lado, al regreso arribaban al mercado. Era el sitio como secretamente convenido para poner fin a cada jornada que creían relacionada con la misa. Tampoco nadie sabía cómo empezó aquello, pero el paso final de cada misa. Finalizadas éstas, pocas veces volvían a aquel sitio.
Tras un mostrador de concreto sobre el cual había dos enormes ollas de aluminio repletas de chicha de arroz, Francisco y Antonio, servían a la multitudinaria concurrencia. Muy cerca de ellos, casi al lado y al frente, separados por un nada amplio pasillo, estaban las empanaderas. Tomar uno o dos vasos de la primera ya misma cantidad del producto de las segundas, significaba el final de aquella navideña jornada.
Entre la gente de su pueblo siempre había una mano tendida y una actitud solidaria, igual como si se estuviese a la orilla de la playa.
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