martes, 7 de diciembre de 2010


IV


Los cascarones

En una esquina de la plaza Bermúdez, por primera vez compramos los cascarones aquel año. Cuando llegamos a aquella casa había más de dos docenas de personas, entre adolescentes y adultos en busca de lo mismo. Era lo más novedoso, lo último de la creatividad infantil e ingenuo, para la celebración de las misas, hasta la navidad misma, el levante, lisonja o requiebre. Pero menos cursi que aquello de dejar caer el pañuelo o hacerse la víctima para llamar la atención.
Los tales cascarones eran simples cáscaras de huevo a las cuales le abrían un orificio muy pequeño, lo suficiente para extraer yema y clara, de modo que se pudiesen usar para estos fines. Una vez limpias y secas, se les llenaba con líquido, generalmente agua de colonia barata. Luego se cerraban con cera, la que se blanqueaba o procuraba dar el color de la cáscara con algún polvo, almidón o talco nacarado.
Pensemos un instante lo laborioso del trabajo. Desde meses atrás, quizás desde el día siguiente de finalizadas las misas de aguinaldos, quienes se ocupaban de aquello con fines comerciales, comenzaban la cuidadosa tarea de reunir las cáscaras que pudiesen utilizar para sus fines. Un huevo abierto en demasía se desechaba.
Pero también habían los cascarones, abundantes en el “mercado informal” de menos sutileza y buen gusto. Los agresivos y discordantes siempre han existido. En veces hacen falta.

El ron de ponsiguè

Noel era el experto, prodigioso y exquisito “alquimista”. Los demás debíamos aportar los ingredientes que demandaba y ejecutar las tareas de “carpintería”, mientras preparaba el cocimiento y durante el posterior proceso para elaborar, lo que llamábamos un ron de ponsiguè al instante o, “Express”, como ahora se suele decir.
El ron de ponsiguè, bebida casi típica de los cumaneses, se prepara macerando el ponsiguè el mayor tiempo posible. Se recogía el fruto, cosa nada difícil en aquellos tiempos que el árbol se encontraba en todas partes, tan abundante como el cocotero, cujì o yaque y la sábila, lavaba cuidadosamente y con un algún instrumento como una aguja o espina de cujì, le abrían pequeños orificios; se introducían en botellas previamente seleccionadas, preferentemente de color ámbar y las cuales se llenaban de ron blanco, el mismo que en el lenguaje coloquial se le llamaba “lava gallos”. Por aquella vieja costumbre de los galleros de rociar partes del cuerpo del ave de riña, sobre todo el cuello y la cabeza, con ese líquido usando la boca como aspersor.
Generalmente las mujeres, al comenzar el año, iniciaban la maceración para el consumo decembrino. Allá en el pueblo, esta bebida formaba parte obligada de las celebraciones, tanto como el pan con jamón, el dulce de lechosa y por supuesto, la reina o rey de la fiesta, que nosotros llamábamos pasteles, antes que ese poderoso mecanismo publicitario, la televisión, nos pusiese a todos los venezolanos a llamarle hayaca, como los caraqueños y casi exclusivamente a escuchar gaitas cual si fuésemos zulianos, en lugar de aguinaldos.
El arrume de ponsiguè, recogido por nosotros sin salir del pueblo, era más que suficiente.
“Bueno, muchachos, laven con cuidado el ponsiguè y me lo meten en este canarìn”.
Llamábamos así la enorme olla de aluminio que había traído, tan grande como la del chichero del mercado.
Una vez lleno el envase con los frutos y habiendo Noel prendido la cocina de querosén, se le agregaba agua suficiente y se le dejaba hervir.
Cuando el cocimiento estaba listo se le dejaba reposar por cerca de veinticuatro horas. De allí en adelante, Noel asumía la tarea solo y sin testigos. Lo poco que recuerdo es que con una enorme cuchara de madera agitaba aquello tratando de licuar el ponsiguè. Era una tarea ardua. Mientras removía el cocimiento le agregaba azúcar con prudencia y otras cosas que siempre mantuvo en secreto.
Después de aquel trabajo laborioso, volvíamos de nuevo los demás a participar bajo las órdenes de Noel. El contenido de la olla se pasaba por un cedazo, procurando licuar aquello y se recogía en otra de similares dimensiones.
“Ya hemos terminado el trabajo más duro. Ahora vaciemos el ron en esta otra olla”. Ordenaba Noel, el sacerdote de aquel como ritual.
Destapábamos las botellas de ron y las vaciábamos en donde estaba depositado el resultado final del cocimiento. Volvía Noel con paciencia y cual si estuviese batiendo el cobre, a revolver aquello hasta que se mezclase convenientemente y alcanzase eso que llamábamos el punto. El probar y siempre darle el visto bueno, era algo que a uno le embargaba de placer. Pero había que terminar el trabajo.
Al final, llenábamos tantas botellas como fuese necesario de aquel brebaje; un ron de ponsiguè sin la maceración lenta del típico, con la premura e improvisación de la juventud. Con él festejábamos navidad y sobre todo en “las frías” madrugadas de misas de aguinaldo

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