V
Jalando chinchorro, una tarea que la vanguardia sola, no puede ejecutar. Necesita el empuje de la gente.
Dos veces al día, a las diez y media de la mañana y cuatro y treinta de la tarde, unos cuantos muchachos, entre ellos mi hermano y yo, después de salir de la escuela, acudíamos presurosos a la playa. Eran los instantes, como convenidos con la escuela, de iniciar el jalar el chinchorro hacia la playa.
Antes, tanto a temprana hora de la mañana como al mediodía, los pescadores expandían la red en el mar, como a cien o ciento cincuenta metros de la orilla de la playa. En varios botes, peñeros pequeños, la transportaban por partes y los de abordo la iban distribuyendo en el espacio marino. No tardaba la relinga, hilera de plomos, en apoyarse en el suelo marino para cerrarles escape a los peces. Allí permanecería justamente hasta la hora y punto que nosotros llegaríamos, después de salir de la escuela, pasar por casa y cambiarnos a la manera adecuada para la tarea a emprender.
Como si fuese un santo y seña, al traspasar la laguna y el manglar que a la playa separaban de la sabana y ser avistados por los pescadores, se iniciaba la faena. Sendos grupos de pescadores, de tres o cuatro hombres cada uno, se colocaban en los extremos del chinchorro que previamente habían colocado formando un arco. A la orden del patrón, generalmente el más experimentado, condición que se sabía reconocer con buen juicio y hasta generosidad, empezaba el jalar por los extremos, en línea recta hacia la orilla. Aquella tarea, por las dimensiones del apero de pesca, la fuerza del agua y su movimiento, requería fuerzas superiores a la que podían aportar aquellos seis u ocho hombres.
El patrón estaba conciente que su sola voluntad no era suficiente, tampoco la participación de quienes le acompañaban. Había asumido con sus compañeros pescadores, propietarios de botes y hasta “socios” de la red o chinchorro, aquella tarea que seria de todos los días, como parte de la herencia cultural, pero sabía, como conductor, que ellos solos no podían culminarla. Se necesitaban otras fuerzas. Sería un trabajo de muchos. Lo sabía porque la vieja costumbre, solidaria y generosa de los viejos, sus padres y abuelos, le había enseñado. Y comenzaba el jalar hacia la orilla. Cada uno de quienes allí participábamos, jalando el chinchorro, al pisar el fondo marino, le imprimíamos un rumbo a la marcha, por el apoyo, la resistencia del lecho, el empuje y la coordinación del esfuerzo. El patrón sabio y sus más cercanos colaboradores, humildes pescadores todos, marcaban rumbo y ritmo de la marcha hacia la orilla señalada, del pequeño grupo que jalaba hacia la orilla.
En la medida que los extremos de la red emergían del agua eran depositados en la playa, en puntos previamente establecidos; quienes salíamos halando, volvíamos al mar a continuar tirando, màs o menos, desde la posición inicial. Al fin, pasado cierto tiempo, según el empuje de la ola, la carga que arrastraba el chinchorro, aquel instrumento siempre pesado, arribaba a la orilla y en ella, en la arena limpia y fina, se esparramaba la carga.
El mar era y es de todos, la vida en él, también está a la generosa disposición de los hombres, quienes pueden disponer de ella con racionalidad y equilibrio: la red y los botes de los pescadores y, a la fuerza de trabajo de ellos, se agregaba la nuestra.
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