martes, 7 de diciembre de 2010




II



De un barrio de pescadores

Mientras estuvo en el pueblo, a partir de cierta edad, cuando se atrevió, estando todavía en la escuela primaria, a alejarse del barrio e ir más allá, al centro, donde pudo establecer nuevas amistades, hasta que salió a procurar entrar a alguna universidad, en un país donde aquèllo era casi imposible para quien debía jalar tren para comer, nunca faltó a la exquisita y romántica romería.
Pocas veces podía darse el lujo de lanzar cascarones porque su costo estaba por encima de sus posibilidades; pero nunca, al regreso de Puerto Sucre, cada mañana en el mercado, dejó de tomar la chicha de Francisco Reyes y consumir las exquisitas y crocantes empanadas. ¿Quién pagaba? Entre la gente de su pueblo siempre había una mano tendida y una actitud solidaria, igual como si se estuviese a la orilla de la playa.
Desde que pudo aventurarse al centro de la ciudad, lo que comenzó cuando estaba al final de la escuela primaria amplió sus relaciones, conoció nuevos amigos y pudo integrarse a actividades diferentes a las habituales del barrio, sabana, manglar y de la orilla de la playa, su pequeño pero fascinante mundo. Había vivido atado al mar, la playa y las actividades que en ésta se desarrollaban. No sólo porque estaba cerca, sino que era un problema de subsistencia.
Entre aquellos pescadores, guiados por un exquisito sentimiento de solidaridad, subsistencia, distribución generosa y racional de los productos del trabajo, se sentía feliz, pues aprendió el sentido del deber que siempre tradujo en una frase que con frecuencia repite:
“Todos tenemos algo que dar, nada noble nos impide aportar. Aunque sea el humo de los pulmones”.
Aquellos hombres, en su mayoría eran analfabetas, pero sabios; sobre todo en lo relacionarse con su ambiente y entre ellos mismos. La cultura, información que manejaban era escasa, pero su percepción sobre la especie humana, los recursos del medio y el respeto y cuidado con ellos era como uno quisiese que fuésemos ahora. ¿Por qué sería aquello así? Quizàs porque no había nada què guardar, y hasta ni dónde hacerlo. No había refrigeradores donde almacenar la pesca ni bancos cerca dònde depositar dinero. Este mismo era escaso.
En las reuniones de la playa, en cualquier época del año, cuando se iniciaba el preparativo del “sancocho”, cocimiento de eso que el pueblo llamaba verduras o vituallas, compuesto por ocumo, blanco o chino, auyama, yuca y condimentos específicos como ají dulce, cebolla, ajo y, por supuesto el pescado fresco de allí mismo, el “salido” del bote, del tren, la tarraya o pescado al anzuelo casi en la orilla, decía “aquí cada quien tiene y debe aportar algo, aunque en la tarea de soplar la candela” para que la incipiente llama prenda en las ramas amontadas previamente por otros deseosos de contribuir.
Comenzó a asistir con frecuencia a las plazas del centro, donde se reunían los estudiantes más avanzados, los del bachillerato, quienes cada noche, ocupaban bancos y espacios mal alumbrados, para invertir el tiempo escamoteado al estudio y ejecución de tareas escolares, a la tertulia rica, que allá en el barrio era distinta.
Cada noche, en el barrio, se mezclaban bajo la luz mortecina de algún poste, cuando unos pocos plantaron en el largo camino que por allí pasaba, adultos, adolescentes e infantes, a conversar para matar tiempo y esperar la llegada de la hora de dormir.

III

Las tareas de pesca

Era una red inmensa; le llamaban chinchorro; tejida con paciencia por hombres que sabían esperar. Nacidos con instintiva disposición para ello; no apresuraban el paso de las horas. Pescar, sobre todo en alta mar, en la pesca profunda, demanda mucha paciencia y concentración. Hay que esperar y estar atentos para sentir los tirones, cuyas manifestaciones, llegan a la superficie en veces muy tenues. Hasta estar preparados para distinguir si las señales son producto de peces u otra circunstancia. En fin de cuentas, al final del largo día, al ocultarse el sol, dormían tranquilamente, con la certeza que al despertarse, se iniciaría una nueva ronda, poco distinta a la anterior. Por eso, podían tejer y hasta destejer, para como detener el tiempo, hasta concluir aquellas redes gigantescas. No había nadie que les apresurase ni interés alguno por terminar antes de tiempo el trabajo antes que aquella estuviese concluida, tal como bien sabían hacerlo. Sin pito que anunciase el inicio y el final de la tarea colectiva. Todos los días, uno tras otro, hacían las mismas cosas, por lo que pudieron haber creído que estaban destinados hacer lo mismo eternamente; repetir y repetir. Siendo así, ya todo estaba hecho y no había nada por hacer. Entonces ¿para qué apresurarse? Nadie mandaba; el mayor, el más experto, sin disposición alguna emanada de ninguna parte, autoritarismo, asumía el liderazgo. Este surgía casi de manera natural. No se hacía campaña para encontrar al líder. Había una inteligencia infinita para aceptarlo, sin miramientos. A nadie se excluía, ninguno se evadía o marginaba a la hora de participar en el diseño del trabajo, en la toma de decisiones. Eran todos como uno solo y aquello funcionaba con eficiencia, cordialidad y una casi milagrosa coherencia. El ritmo del trabajo era como una bendición de Dios. Allí no había gerentes con post grado, psicólogos ni egresados de universidad alguna.
El mar estaba allí, se movía con paciencia, rara vez alteraba su ritmo, lo que sucedía sólo en grandes ocasiones como los terremotos; pero estos se presentaban entre el vivir de dos o tres generaciones. Su generosidad y capacidad para brindar abundantemente sus riquezas, no obligaba a la gente a vivir con apuros y menos con desconfianza o abrigar la idea que mañana sería distinto a hoy. No había pues nada que guardar, ocultar o atesorar, el mar lo disponía así.
Al fin, sin sueldos atrasados, intereses por pagar, la grande y voluminoso red, estaba lista. Se podía lanzar al mar.
Varios pescadores, sumando sus recursos, uno a uno, con generosidad, solidaridad y mutuo respeto profundo, compraron los implementos y material para construirla. Trabajaron, tejieron, festejaron cada paso, puntada, el destejer y reinicio de la tarea, bajo una relación de igualdad. Propietarios comunes y participantes por igual en la tarea.
Al final, la red gigante era de todos. No había motivos para huelgas, protestas por la propiedad pues hasta el mar era de todos. Y éste se les entregaba hasta con demasiada mansedumbre. La mar era una madre prodigiosa, tanto que suministraba sus productos en abundancia y se aseguraba que los hombres, mujeres y niños que cerca de ella vivían, tanto como haber aprendido a amarle, se amasen entre ellos y dispusiesen de los bienes que ella prodigaba, con discreción, equilibrio y racionalidad.
Cuando la red estuvo lista se dispusieron a lanzarla al mar. Allí mismo; no más de cien metros de la orilla, donde iban a recostarse las mansas olas.

IV

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