
LAS MISAS DE AGUINALDOS EN CUMANÀ, UN PUEBLO GENEROSO
ELIGIO DAMAS
I
Las misas de aguinaldo. La romería a Puerto Sucre.
Francisco Reyes, el chichero del mercado, hacía su “agosto” en diciembre. Él y Antonio, joven quien apenas sobrepasaba la adolescencia y le servía de ayudante, tanto en la preparación del producto como en su expendio, no se daban abasto para atender tanta clientela. Al lado suyo, en lo que era a un largo salón del “mercado nuevo”, aquel que estuvo detrás de la calle “del baño”, llamado así, porque no hacía mucho tiempo atrás había sustituido al ubicado frente al cine Paramount, donde hoy está el teatro “Luis Mariano Rivera”, en el espacio de la fuente luminosa aledaña al parque Ayacucho. Las empanaderas también aprovechaban el rebullicio propio de la época, pues chicha y empanada, al final de cada misa de aguinaldo, eran como el pastel (hayaca) y dulce de lechosa de la cena navideña.
Las misas de aguinaldo, que comenzaban la madrugada del 16 y terminaban la del 24, les reportaban cuantioso beneficio. Lo que no significaba violar las reglas de la decencia ni la dignidad que prevalecían sino recibir lo correspondiente al trabajo decente. En el pueblo todo era así.
En la Iglesia de San Francisco de la parroquia Santa Inés se congregaban sus feligreses. Los de Altagracia acudían a su templo, ubicado en la calle Bermúdez, más conocida como calle Larga. La misma donde cayese abatido Ramón Delgado Chalbaud, en 1929, cuando invadió Cumaná, habiendo llegado a puerto en el conocido barco Falke. Gómez, prevenido de los planes de invasión, envió al General Emilio Fernández, compadre del invasor, a comandar en Cumaná.
En esa iglesia de Altagracia, monseñor Ramírez, un prelado ejemplar, generoso y sabio, tanto como para vivir con humildad, servir cuanto pudiese y sobre todo, hacerse querer, no por obediencia sino por solidario, era pese su jerarquía el siempre oficiante de la misa.
Al finalizar cada ceremonia, los reunidos en San Francisco, en su mayoría, se dirigían, a través del puente antes señalado, hacia el muelle de puerto Sucre, pasaban frente a la iglesia de Altagracia, punto en el cual, los fieles o, para mejor decir, “miseros” de ésta, se unían a la romería.
Quienes partían de San Francisco, solían decir “vamos a recoger a los de Altagracia para seguir a puerto Sucre”. En el camino, como ríos tributarios, se sumergían en la multitud, aquellos que esperaban a la puerta de templos menores ubicados en la vía, sitios cercanos o quienes se levantaban tarde.
¿Qué sentido tenía aquella marcha; sobre todo el final?
La pregunta me la hago ahora a esta altura de la vida. Al recordar que una vez llegado al embarcadero o como solíamos decir, al muelle, moría la marcha. Bastaba llegar allí, para que casi inmediatamente la gente tendiese a dispersarse.
No recuerdo ninguna explicación de aquel extraño proceder; quizás se perdió en la memoria colectiva y nadie tuvo interés en encontrarla. Tampoco el origen de aquella costumbre y hasta casi poética manifestación. Las misas debían terminar en el mar, en una pequeña ciudad donde el mar era la vida. La marcha en sí y por las relaciones y acontecimientos que en ella se daban, llenaba todo, era suficiente explicación y se justificaba.
No se realizaba ningún ritual, salvo la multitudinaria caminata, por demás alegre y la llegada al sitio antes señalado; los cantos cándidos de los aguinalderos, el bailar de las comparsas, el tronar de los cohetes y las risas de todos, por una razón u otra y, sobre todo por efectos de los cascarones. Unos pocos, ya en el muelle aprovechaban para pescar, sobre todo para matar el tiempo o divertirse; aquel sitio no era el más apropiado para aquella actividad, todo lo contrario de las playas no muy alejadas.
Quizás, pienso ahora, a unos cuantos años de distancia, que la contaminación que ya allí había, en la zona operacional del puerto, por la presencia de algunas grandes embarcaciones, hasta trasatlánticos, que desde puertos lejanos allí llegaban, impedía la presencia de especimenes apetitosos y en cuantía. Los pocos barcos a motor en la zona, transitaban por una vía específica, por el noreste hacia el muelle. La zona del golfo y su amplia entrada, no era afectada por aquellas embarciones.
Desde los primeros días de diciembre comenzaban los preparativos. Todos operaban como coordinados por una mano mágica. Era una orden ancestral que ponía todo en movimiento. Los sacerdotes, con sus respectivos ayudantes, hacían lo necesario para que las iglesias estuviesen impias, adornadas y con todo a punto para arrancar el dieciséis al amanecer. Desde los primeros días de diciembre, cada cierto tiempo, las campanas repicaban de un modo que parecían alegres a manera de entusiasmarnos para las fiestas. Por supuesto, la tarea primordial era el nacimiento, como decíamos entonces o pesebre, infaltable en las misas decembrinas. En cada casa habìa alguno, aunque fuese humilde y poco elaborado . No había excusa para su ausencia.
Cada misa, desde el día antes mencionado, hasta la del 24, a las doce de la noche, que conocíamos popularmente como la “misa del gallo”, se ofrendaba a alguna agrupación o institución que la solicitase a la autoridad religiosa respectiva. Así, se celebraban las misas de los choferes, la más festejada y concurrida, por la animosidad de los trabajadores del volante, estudiantes, carpinteros y así hasta el 23. Recuerdo que las ofrendadas a los dos primeros grupos, invariablemente se celebraban todos los años.
Esas agrupaciones daban inicio a la convocatoria, ayudándose unas con otras, por la población toda, mediante “radio bemba”, la Publicidad Sol”, una emisora de circuito cerrado que se escuchaba en varios sitios de la pequeña ciudad y los curas mismos, quienes por parlantes, colocados en lo alto de cada templo, lanzaban sus mensajes.